Me gustan los toros.
Como dicen que son. No como son.
El arte de jugarse la vida contra un animal, con gracia, cara a cara, con nobleza tan sólo por crear un instante de peligro y de belleza.
Pero a mi, no me engañan, no me convencen: todo eso no tiene nada que ver con banderillas, puyas y caballos.
Eso está ahí nada más que para empujar al animal hacia el torero. Para hacerle sufrir. Para cegarlo para que ataque.
Si el instinto natural del toro de lidia, afinado por la crianza, es el de atacar, como se nos dice, ¿porqué ensañarse?
Porque lo piden los ganaderos. Porque para ellos es una vergüenza sacar un toro manso al ruedo. Y peor, mal negocio. Así que se hace trampa, por sistema. Y encima, se vende como lo normal.
Quiten las banderillas y la suerte de matar.
Si son mansos, a la calle. Si son bravos, nobles y fieros, que los indulten y que críen.
Tendríamos algo igual de bello, e igualmente inimitable.
Y con las manos limpias de sangre y de dolor.
Me gustan los toros.
Por eso no voy.
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